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Amanecer

Antes de que la alarma de mi teléfono me recordara que era un nuevo día, sentí tus labios recorrer mi cuello, aún adormilada sonreí para darte los buenos días, me acurruqué contra tu cuerpo queriendo creer que aún era de madrugada. Sentí tus manos deambular sobre mi cuerpo, recorrer mi vientre, mi cadera y mis piernas. Yo me resistía a creer que estaba por amanecer, que nuestra noche había concluido.

Así, disfrutamos por varios minutos, sin palabras, solo entre besos y caricias, hasta que el reloj amenazaba con apresurarnos para continuar con la vida que fuera de aquella habitación nos esperaba. En un beso que nos despidiera de este encuentro iniciaste en mi boca, mordiendo mis labios, luego lamiendo mi cuello y mis hombros, avanzando para saborear mis senos, devorando centímetro a centímetro mi piel hasta llegar a mi vientre y conseguir beber de mí, haciéndome olvidar que la alarma sonaba y de la hora que marcaba el reloj. 

Extasiada, inerte sobre la cama no podía articular palabras, solo sonreía y mi sonrisa no necesitaba explicación, mi sonrisa solo necesitaba que no te separaras de mí, que tus manos estuvieran en contacto con mi piel, que tus labios pronunciaran mi nombre: “Azul, te amo”, que tus ojos me observaran con deseo diciéndome que te gusto, que mi cuerpo te parece atractivo y excitante. 

Estaba perdida en esa sensación que seguía recorriendo mi cuerpo que mantenía acelerado mi corazón y, sobre todo, que hacía inevitable la sonrisa que le habría de dar sentido mi día, a mi semana o al tiempo que tuviera que transcurrir antes de nuestro próximo encuentro. Silenciaste el teléfono que estaba perdido en algún lugar de la cama, besaste mis labios con ternura como una tácita invitación para levantarnos e irnos a bañar. 

Nos levantamos de la cama, nos abrazamos en silencio, con los ojos cerrados, recapitulando lo placentera que había sido la noche, reviviendo lo delicioso que fue acariciar el cielo una y otra vez, lo mágico que había sido sentirnos hambrientos y satisfechos de placer. Nos quedamos frente al espejo por unos minutos observando nuestro reflejo, viendo mi desnudez abrazada contra tu cuerpo, hablándole al espejo me dijiste nuevamente: “Azul, te amo”, le di la espalda al espejo para quedar frente a ti y en un beso sin prisa agradecer a la vida el tiempo compartido. 

Fue una ducha deliciosa, lo cálido del agua que recorría nuestros cuerpos mientras nuestras manos frotaban con amor nuestros cuerpos, no decíamos mucho, nuestros cuerpos por sí solos se comunicaban con las caricias, las miradas y las imborrables sonrisas en nuestros rostros. Robábamos el mayor tiempo posible al reloj antes de incorporarnos a las actividades cotidianas, nos vestimos con pausas, entre besos y caricias. Mi memoria evocaba una y otra vez los “te amo” pronunciados durante la noche, al amanecer. El cansancio físico que expresaba mi cuerpo se compensaba con el número de veces que entre tus brazos exploté de placer. 

Sin piedad el reloj avanzaba su paso, ajeno a nuestros pensamientos, ajeno a nuestro mundo. Teníamos que partir para incorporarnos a nuestros otros mundos, tomamos un tiempo para abrazarnos, para inhalar el olor de nuestra piel, para reconocer la sensación de pertenecernos juntos o a la distancia, pertenecernos en el pensamiento en el que nos refugiamos cuando el caos nos invade, cuando por teléfono compartimos apresuradamente parte de ese caos. 

El cuerpo y el alma

Hay días de gran desasosiego, donde la cantidad de trabajo y la desesperación hacen estar en todo y en nada al mismo tiempo. Estos días, en los que todo parece igual, en donde la dimensión del tiempo cambió y de momento las horas parecen tener más de 60 minutos las semanas más siete días, has sido un pensamiento recurrente. Te pienso como lo he hecho siempre, como el gran amor de mi vida.

Han pasado tantos años desde entonces, han pasado tantas historias desde aquel tiempo en el que una coincidencia de la vida nos ubicó frente a frente, sin saber que el destino tendría algo más, mucho más para nosotros. Quizá te he evocado tanto estos días, porque siempre fuiste paz y esperanza en los peores momentos. En aquel entonces, cuando las crisis propias de mi juventud me tenían rehén de una crisis familiar fuiste siempre luz.

Y no te miento, a veces añoro aquellos años, aquella vida. Sin duda fue una época plena, mi estilo de vida deportivo, con dos horas de gimnasio al día, mis 5 km de trote para despejar la mente y mis dos horas de entrenamiento de mi deporte de entonces (el tocho) me hacían sentir bien conmigo misma, mi cuerpo era atlético y recuerdo cuánto disfrutabas acariciar mis torneados muslos siempre que vestía de short.

Han pasado tantos años, tantas historias y puedo recordar con precisión cada una de las veces que hicimos el amor. La primera, por ejemplo, es inevitable recordarla con una gran sonrisa. Todo era incierto pero el deseo que sentíamos por pertenecernos ya no cabía en las despedidas apresuradas en tu auto o el mío, ya no se saciaba con los besos y caricias en un parque como adolescentes. No éramos tan jóvenes, pero el pudor de la primera vez juntos encerraba algo mágico.

Luego de conversarlo por varios días, seleccionamos el lugar, un lugar cercano a nuestros rumbos, no había que perder tiempo en traslados. Acordamos cómo organizar los autos y nos dirigimos al hotel que seleccionamos. Ese día caía un fuerte aguacero, al tiempo de bajar de mi auto y subir al tuyo me empapé, lo que hacía más imperiosa la necesidad de sentir tu calor. Eran aquellos aguaceros de verano, en julio.

En el auto nos besamos con la ansiedad de querer estar ya en aquel hotel, encendiste la calefacción, me quité la blusa mojada, me quedé solo con la camiseta y me puse encima tu sudadera. Sonreíamos como bobos, solo observándonos. Mientras conducías yo acariciaba tus piernas sobre el pantalón, jugaba con tu mano y, cuando no interfería con tus maniobras de conducción, besaba tus manos y mordisqueaba tus dedos.

Llegamos al lugar, sentía mucho frío. Bajaste del auto los víveres que llevábamos para la ocasión. Sólo quería que me abrazaras, deshacerme de la ropa húmeda y sentir tus manos recorriendo mi cuerpo. El deseo nos consumía: la primera vez juntos. A los pies de la cama nos abrazamos, nos vimos a los ojos con esa mirada que jamás olvidaré, con esa mirada tierna, compasiva, llena de amor.

Me quité los tenis y las calcetas completamente empapados. Con tus manos sujetando mi espalda nos besamos con hambre, sus manos tibias recorrieron mi espalda y avanzaron hacia mis caderas llevándome hacia ti, a sentirte y saber que como yo, hervías en deseo. Desabrochaste mi pantalón, te deshiciste de mi camiseta y con ternura me arrojaste a la cama.

Me observaste a detalle, el cuerpo de entonces, de la atleta de aquellos tiempos. Con tus manos recorriste mis hombros, mis labios, mi cuello, mis senos, mi abdomen, mis piernas… con magia en cada movimiento fue desapareciendo la ropa. Recostada boca arriba, frente a ti, sintiendo el roce de nuestros cuerpos, las palabras sobraban, la piel hablaba, aquel beso nos consumía, lo decía todo.

Mis labios pronunciaban tu nombre una y otra vez, mis manos en tu espalda te abrazaban con fuerza hacia mí, mi pecho al contacto con el tuyo hacían latir el corazón con más intensidad, mis muslos y caderas se contarían queriendo contener el placer. Cada sensación era deliciosa, el éxtasis del placer era intenso, era una sensación que erizaba el cuerpo y tocaba el alma.

Te extraño…

Una noche inolvidable

una noche inolvidable

Mis pensamientos habían estado atrapados en un sinfín de preguntas sin respuesta, mis noches se convertían  en agotadores sueños sin sentido que sólo me formulaban más preguntas al despertar, eran noches de cansancio que me vencía con tan solo tocar mi almohada, pero sin descanso que me permitiera apagar mi mente intentando encontrar porqués.

Entonces, al fin encontramos un tiempo para inventarnos en medio de lo cotidiano, un tiempo para reconocernos en las sensaciones de recorrer nuestra piel, en la sensación de estremecernos al hablarnos al oído… era tiempo de convertir la escena de fantasía en la más deliciosa realidad en medio de una noche de lluvia, donde la ventana de la habitación se iluminaba repentinamente con los relámpagos que enmarcaban la intensa lluvia.

Era momento de dejarnos conquistar por la imaginación, de silenciar las palabras y hacer de cada sensación el lenguaje más claro y sublime que la escena necesitaba. No hablamos, en un dulce beso pactamos sin palabras hacer de esa noche una cita inolvidable, un encuentro que desbordara placer y ternura. En ese beso devoré tus dudas, devoraste mis miedos; saboreé tu deseo, probaste mi hambre de ti.

Había una tenue luz, la necesaria para hacer notar el brillo de nuestros ojos perdidos en las sensaciones que invadían nuestro ser, nos descalzamos, conociste mi estatura real (sin los 12 centímetros del tacón de mis zapatos) sonreíste con ternura y me abrazaste contra tu pecho, me sujeté a tu espalda, dejándome arrullar por el latir de tu corazón, dejándome conquistar por el calor de tu piel que me invitaba a recorrerla con mis labios…

Jugabas con mi cabello, me decías cosas sin sentido al oído, mordisqueabas mi oreja y luego la acariciabas lentamente con la punta de tu lengua. A ojos cerrados mi sonrisa avalaba cada una de las deliciosas sensaciones que despertabas. Sin hablar, el lenguaje de mis manos recorriendo tu espalda te pedía que no te detuvieras, así como saboreabas mis labios, mis mejillas, mi ojera, así, te adueñaras de mi cuello, que bajaras por mi pecho…

El deseo ardiente que consumía mi cuerpo y el sobresalto que me producían los relámpagos y truenos me hacían asirme a ti con ansia mientras correspondía el delicioso recorrido de tu lengua por mi cuello, besando tu oreja, desabotonando lentamente tu camisa, dejando que mis labios besaran de a poco tu dorso desnudo, dejando que mi pequeñez disfrutara sin impedimentos lo cálido de tu piel al contacto de mis labios, de las yemas de mis dedos sobre tus hombros, acariciando tu cara, tu pecho…

Así, parados a los pies de la cama, con la sincronía de un beso y de las caricias que recorrían nuestros cuerpos, nos desnudamos lentamente, dejando que la textura de la ropa y el roce de nuestras manos se convirtieran en la más excitante sensación que erizaba nuestra piel.  Nos recostamos sobre la cama, observabas mi desnudez con ternura, con deseo disfrazado de ternura. Besaste mis labios, apenas rozándolos, nos miramos fijamente, nos dijimos lo necesario para saber que ese instante nos pertenecía.

Acariciaste mi cabello, bajaste por mi rostro recorriendo con las yemas de tus dedos mis ojos, mis mejillas, mis labios. Trazabas con tus dedos suaves líneas sobre mis brazos, sobre mi pecho; confirmabas tus trazos con el recorrido de tus labios sobre mi piel. Volviste a mis labios para continuar el beso que nos había dado la bienvenida al lugar, el beso en el que pactamos que sería una noche inolvidable…