El cuerpo y el alma

Hay días de gran desasosiego, donde la cantidad de trabajo y la desesperación hacen estar en todo y en nada al mismo tiempo. Estos días, en los que todo parece igual, en donde la dimensión del tiempo cambió y de momento las horas parecen tener más de 60 minutos las semanas más siete días, has sido un pensamiento recurrente. Te pienso como lo he hecho siempre, como el gran amor de mi vida.

Han pasado tantos años desde entonces, han pasado tantas historias desde aquel tiempo en el que una coincidencia de la vida nos ubicó frente a frente, sin saber que el destino tendría algo más, mucho más para nosotros. Quizá te he evocado tanto estos días, porque siempre fuiste paz y esperanza en los peores momentos. En aquel entonces, cuando las crisis propias de mi juventud me tenían rehén de una crisis familiar fuiste siempre luz.

Y no te miento, a veces añoro aquellos años, aquella vida. Sin duda fue una época plena, mi estilo de vida deportivo, con dos horas de gimnasio al día, mis 5 km de trote para despejar la mente y mis dos horas de entrenamiento de mi deporte de entonces (el tocho) me hacían sentir bien conmigo misma, mi cuerpo era atlético y recuerdo cuánto disfrutabas acariciar mis torneados muslos siempre que vestía de short.

Han pasado tantos años, tantas historias y puedo recordar con precisión cada una de las veces que hicimos el amor. La primera, por ejemplo, es inevitable recordarla con una gran sonrisa. Todo era incierto pero el deseo que sentíamos por pertenecernos ya no cabía en las despedidas apresuradas en tu auto o el mío, ya no se saciaba con los besos y caricias en un parque como adolescentes. No éramos tan jóvenes, pero el pudor de la primera vez juntos encerraba algo mágico.

Luego de conversarlo por varios días, seleccionamos el lugar, un lugar cercano a nuestros rumbos, no había que perder tiempo en traslados. Acordamos cómo organizar los autos y nos dirigimos al hotel que seleccionamos. Ese día caía un fuerte aguacero, al tiempo de bajar de mi auto y subir al tuyo me empapé, lo que hacía más imperiosa la necesidad de sentir tu calor. Eran aquellos aguaceros de verano, en julio.

En el auto nos besamos con la ansiedad de querer estar ya en aquel hotel, encendiste la calefacción, me quité la blusa mojada, me quedé solo con la camiseta y me puse encima tu sudadera. Sonreíamos como bobos, solo observándonos. Mientras conducías yo acariciaba tus piernas sobre el pantalón, jugaba con tu mano y, cuando no interfería con tus maniobras de conducción, besaba tus manos y mordisqueaba tus dedos.

Llegamos al lugar, sentía mucho frío. Bajaste del auto los víveres que llevábamos para la ocasión. Sólo quería que me abrazaras, deshacerme de la ropa húmeda y sentir tus manos recorriendo mi cuerpo. El deseo nos consumía: la primera vez juntos. A los pies de la cama nos abrazamos, nos vimos a los ojos con esa mirada que jamás olvidaré, con esa mirada tierna, compasiva, llena de amor.

Me quité los tenis y las calcetas completamente empapados. Con tus manos sujetando mi espalda nos besamos con hambre, sus manos tibias recorrieron mi espalda y avanzaron hacia mis caderas llevándome hacia ti, a sentirte y saber que como yo, hervías en deseo. Desabrochaste mi pantalón, te deshiciste de mi camiseta y con ternura me arrojaste a la cama.

Me observaste a detalle, el cuerpo de entonces, de la atleta de aquellos tiempos. Con tus manos recorriste mis hombros, mis labios, mi cuello, mis senos, mi abdomen, mis piernas… con magia en cada movimiento fue desapareciendo la ropa. Recostada boca arriba, frente a ti, sintiendo el roce de nuestros cuerpos, las palabras sobraban, la piel hablaba, aquel beso nos consumía, lo decía todo.

Mis labios pronunciaban tu nombre una y otra vez, mis manos en tu espalda te abrazaban con fuerza hacia mí, mi pecho al contacto con el tuyo hacían latir el corazón con más intensidad, mis muslos y caderas se contarían queriendo contener el placer. Cada sensación era deliciosa, el éxtasis del placer era intenso, era una sensación que erizaba el cuerpo y tocaba el alma.

Te extraño…

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